QUÉ COLGADOS ESTÁN ESTOS AMERICANOS

Estos Americanos Están Colgados - Short Story by Puy Navarro

Anya Anosova nació en Rusia pero vive en USA desde los 14 años. Aprendió inglés con los cuentos juveniles de “Sweet Valley High”. Es alta, delgada pero de huesos anchos, con el pelo muy fino y muy rubio, casi blanco, que le enmarca la cara en una melena corta estilo francés. Ahora estudia teatro en el American Academy of Dramatic Arts, en el número 120 de la avenida Madison entre las calles 30 y 31. Allí es donde también trabaja en el departamento de vestuario, para poder sufragar el desorbitante precio de la escuela.
Hoy ha llegado temprano. Ella vive en Riverdale, Bronx, con sus padres, si toma el primer autobús llega sobre las 8am a la escuela, pero si toma el siguiente autobús llega con el tiempo justo de entrar en el aula cuando Jacquie Bartone, la profesora de actuación está pasando lista y le lanza una de sus miradas asesinas.
Anya enciende la radio como de costumbre, le encanta tener esa compañía cuando está sola trabajando. Así ganó unas entradas hace poco para el concierto de Bon Jovi en el “China Club”. Se ha sentado en una de las maquinas de costura a terminar el bajo de un vestido para “Brighton Beach Memoirs” la obra que estrena esta semana la compañía de la escuela. Al rato entra una compañera del departamento de producción que también ha legado temprano esa mañana, necesita usar el ordenador y ha visto la luz encendida en el departamento de vestuario. Sabe que está Anya y se sienta junto a ella para cotillear un ratito antes de entrar a clase a las 9 am. Conversan, ríen y se dan cuenta que se les está echando el tiempo encima. Al encender el ordenador su compañera comenta, “Qué colgados están estos americanos…. Mira este montaje”. Anya se acerca, mira la pantalla sin interés y vuelve a su máquina de coser. A los pocos segundos pega un salto y grita, “Es de verdad, no es un montaje, está pasando en estos momentos, lo están anunciando por la radio”.
Las dos se quedan paralizadas por un momento, sin saber qué hacer. El comentarista de la radio dice que van a llevar a las víctimas a Bellevue Hospital, e insta a los ciudadanos a donar sangre. Dan un número de teléfono al que llamar. “Tenemos qué ayudar” dice Anya, y se dispone a llamar al número. En el hospital agradecen la llamada, pero advierten que todavía no ha llegado ninguna víctima, apuntan el teléfono de la escuela y le dan las gracias asegurando de que llamarán si les necesitan.
Anya y su compañera se preguntan si van a cancelar las clases, si van a tener que trabajar hoy. Son las 9 menos cinco de la mañana y hay un caos general en el lobby de la escuela. Anya corre hasta la Quinta Avenida por la calle treinta y ve como a las 9:03 impacta el segundo avión en la Torre Sur del World Trade Center. Corre a la escuela explica lo que acaba de presenciar, baja con su compañera al departamento de vestuario y envían e-mails a sus familiares y amigos… “Estamos bien”. Intentan hacer una llamada pero las líneas se han colapsado. Los móviles tampoco funcionan. Salen de nuevo hacia la Quinta Avenida. Hay gente en cada semáforo, no están esperando a que cambie la luz, están simplemente paralizados mirando al cielo. Pero desde dónde están no se ven las torres, sus miradas están perdidas entre el azul y las nubes. Mirando al cielo, completamente quietos. Da la impresión que el mundo se ha detenido en Midtown, pero Anya y su amiga corren hasta la Quinta Avenida desde donde se ven las torres ardiendo. A las 9:59 cae la Torre Sur. Parecen que estén viendo una película. Tan real pero tan lejana al mismo tiempo, pues ellas no sienten ningún daño físico, ni tampoco miedo.
Deciden ir al Hospital de Bellevue. Quieren ayudar como sea. Pasan por la escuela para recoger a otros estudiantes que también quieren ser útiles. La escuela recomienda que todo el mundo se vaya a sus casas. Pero como han cortado todos los puentes y accesos a la isla de Manhattan, si alguien no puede llegar a su domicilio, el American Academy of Dramatic Arts permanecerá abierto e improvisarán camas para todo el que lo necesite.
Al llegar a Bellevue Hospital, se encuentran con ríos de personas que como el grupo de estudiantes necesitan colaborar. Es una sensación muy honda de solidaridad. Hay confusión, pero el sol luce, y se está a gusto haciendo cola para donar sangre en el jardín de acceso a Urgencias del Hospital. La gente bromea, especula, cuenta sus experiencias… nadie sabe exactamente lo que está pasando, nadie sabe lo que va a pasar.

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100 Center St.

La chica de las trenzas cerró los ojos y respiró hondo. Sintió el viento matutino en la cara, alzó los ojos y, observando la única nube que había en el cielo, se lamió las lágrimas. Tras contar 198 pasos, cruzó por Walker Street y giro a la derecha en Lafayette para entrar en la boca del metro, línea 6, Uptown. Sentada en el vagón leía como por primera vez los anuncios que se alinean sobre las ventanas:
“Bed Bugs 101. Protect a Bed. Every Mattress Needs Protection.”
“A mid-day frozen vanilla coffee. You are drinking 32 packets of sugar. Are you pouring on the pounds?”
“Heavy periods? Pelvic Pain? Frequent Urination? Bloating, Constipation? You might have uterine fibroids.”
“Board Certified Dermatologist. Dr. Zizmore says you can look great today and take your time to pay! Having clean and beautiful skin has never been easier.”
Su mirada descendió hasta una muchacha negra, (afroamericana, para ser políticamente correctos), que buscaba obsesivamente una canción en su i-pod. Tras unos instantes la muchacha negra blandeó unas pestañas postizas como abanicos, alzó la vista, se miraron y se sonrieron.
Era sábado, muy temprano y el vagón carecía del bullicio del día anterior. Se bajó a las cuatro paradas en Union Square, para recoger sus pertenencias en la estación de Policía subterránea. La que hay dentro de la estación del metro. Ésa en la que uno no se fija como ya no se fija en los pegotes negros de chicle pisoteados por infinidad de pies. Pies que se contagian de otros pies y corren por inercia para llegar a ninguna parte.
Viernes 4:00pm. Sentada en un discreto restaurante en Columbus y la calle 86 cuyo nombre no recuerdo, ELLA envía un mensaje de texto. En el otro lado de la línea, ÉL, rubio, alto, pero muy alto, de cara angulosa y varonil, responde tecleando la conversación:
ELLA: ¿Qué haces? Yo estoy en la 86 acabo de salir del museo…
ÉL: No tengo planes, mi amante costarricense pasa de mí, por si te sirve de consuelo…. Qué rabia!!! He hablado con tus hermanas, están en la “pelu”. En una hora me avisan a ver que hacen al final. Yo estoy en casa deprimiéndome; si tú o tus hermanas vais a salir yo me apunto.
ELLA: Me imagino que saldrán. No sé nada de ellas. Creo que les bajo la líbido con tanto cuento corto y tanto museo… Please! Escríbeme la frase de Way to Heaven: “hatred… preceded by love….” Como quiera que sea…”Spinoza says…”
ÉL: ”Spinoza says that hatred will be overcome by a love that is as intense as the hatred that preceded it” … Esta es tu frase de viernes noche?
ELLA: Estoy leyendo ”Transforming Terror: Terrorist violence can never be stopped by a return to the thinking that created it.” Yo, Pinot Grigio, y un aperitivo vegetariano… La historia de mi vida… ¿Susan Sontag sigue entre nosotros? A lo mejor le gusto!
ÉL: Sexy!
ELLA: Y mándame también la siguiente frase que dice algo de… ”its forerunner…?”.
ÉL: DEBERÍAS, sin dejar de estudiar el fin del terrorismo, que te hace única y maravillosa, pero DEBERÍAS IR A LA PELUQUERÍA.
ELLA: Ja,ja!… ¿Cómo es la frase que te pregunté?
ÉL: Más de lo mismo: ”Spinoza says that hatred which is conquered by love becomes love, and that love, is greater than if hatred had not been its forerunner.”
ELLA: Por cierto, el camarero está buenísimo, pero como me pregunte qué leo o porqué se me ha escapado una lágrima, estoy perdida.
ÉL: Dile que lees Marie Claire.
ELLA: Piensas bien!
ÉL: Anda, bájate cuando acabes y nos vemos una peli en el Anjelika o en el Sunshine.
ELLA: Ok, te aviso cuando salga del metro.
La chica de las trenzas acaba su copa, paga la cuenta, sonríe al camarero y camina en dirección al Parque. El cielo comienza a tornarse naranja. Baja los escalones de la estación en la 81, B y C Downtown. En el momento en que está pasando su metrocard alguien salta al andén sin pagar. Dos hombres como dos armarios vestidos de paisano surgen de la nada. Paralizan a todo el mundo. Muestran una placa. Piden identificación. ”Mi Pasaporte está en casa. Este es mi carnet de la universidad y aquí está mi tarjeta de la Seguridad Social… No, no tengo un NY ID.” “Pues tendrá que acompañarnos.” “¡Qué hijos de puta!” Dice ella con su voz interior.
A través de las ventanas del coche de policía mira al cielo que está mudando a violeta. Va esposada, le han aguantado la cabeza al entrar al coche para que no se golpee y no pueda denunciarlos. A su lado, también esposado, un joven negro calla. Sus ojos almendrados están fijos en un punto del suelo entre sus piernas. Ella le ha oído intentando dar explicaciones. Su voz parece provenir de la profundidad de una caverna y, cuando deja de hablar, el eco de sus palabras sigue resonando en tus oídos. Habla en inglés con deje isabelino. Tenía treinta minutos para llegar al Public Theatre. Mañana es la última representación de “Shakespeare’s Villains” de Steven Berkoff. Le estaban aguantando la entrada y tenía que llegar antes de que cerraran la taquilla. El expendedor de billetes estaba estropeado, llegaba el tren y… Ni le han escuchado. Tampoco lleva identificación. Por lo visto el alcalde Giuliani se ha sacado de la manga una nueva ley completamente desconocida por los ciudadanos de NYC, la cual dice que no llevar un carnet con tu foto y tu dirección, es un crimen. “Go figure!”. Al lado izquierdo de “Othello”, hay una muchacha china que balbucea atragantándose con sus palabras y su llanto. A lo mejor es coreana o vietnamita o japonesa y lo que habla no es chino… el caso es que no habla ni una palabra de inglés, y no ha podido defenderse. Quizá lleva su identificación en el bolsito rosa de Hello Kitty que le cuelga su delicado hombro. Tiene los huesos muy finos y la chica de las trenzas se la imagina escurriéndose de las esposas, abriendo la puerta del coche, saltando a la calle y dando dos o tres vueltas de campana esquivando el tráfico, levantándose como si nada para alejarse grácilmente por el verde de Central Park. La imagina levitando tras dar un mortal como si fuera una heroína de las películas de Zhang Yimou, riéndose de los policías que la buscan a cuatro patas entre árboles y arbustos, incapaces de localizarla. Othello y ella observan la escena divertidos. Aplauden con las manos a la espalda, mientras un vendedor ambulante y socarrón con camiseta de rayas rojas y blancas, un gran bigote y orejas de fauno, les da de comer bocaditos de perrito caliente.
Unos golpecitos en la ventanilla la devuelven a la realidad. Han llegado a Union Square. Los policías les ayudan a bajar del coche. Escoltándoles en fila india, bajan a la estación de metro y llegan hasta una puerta de cristal con el escudo de NYPD. “Vaya, nunca me había fijado que aquí hay una estación de policía”. Othello asiente, China sigue llorando.
Una vez dentro pierde de vista a sus compañeros de aventura. Una mujer policía le cachea, le quita las esposas, le pide los cordones de los zapatos, le requisa sus pertenencias y le hace rellenar unos formularios. Ella escribe codo con codo, con otros oficiales que han terminado o comienzan el turno y tienen que firmar documentos, entregar placas o recoger un arma. Le conducen a una celda pequeña y vacía que a ella se le antoja una mini-cárcel de juguete. Curiosamente le han permitido que se quede con su libro. Ella aprieta la portada contra su pecho, le parece una provocación en toda regla. Se sienta en el suelo con las piernas cruzadas, ignorando el banco que es el único mueble que decora el cubículo de tres paredes sucias y ocho barrotes. Al otro lado de los barrotes hay dos mesas de oficina y dos oficiales desidiosos introducen lentamente en un ordenador prehistórico la información de documentos apilados en rascacielos de papel. Observa. Trata de relajarse. Cierra los ojos y escucha su propia respiración. Intenta leer. No puede. Se quita los zapatos sin cordones. Mira a los policías y por un momento se alegra de estar al otro lado de los barrotes. “¿Qué va a pasar ahora?” pregunta gravemente. Los oficiales la miran, se miran el uno al otro y continúan hastiados con su trabajo. “Te van a tomar las huellas dactilares, te vamos a llevar ante el juez, y vas a estar en casa lo antes posible”. Desde donde está sentada no puede ver a la persona que se dirige a ella. Cuando está a punto de levantarse aparece entre las rejas la una cara amable. Es el Sargento Rivera. Alto, pero no tanto, fornido, tiene la cabeza completamente pelada y un guiño especial en los ojos. “Voy a salir un momento, ¿quieres que te traiga una soda?” “No gracias, estoy bien”. “Seguro que es él quien ha dejado que me quede con el libro. Debe sentirse culpable porque sabe que en el fondo no he hecho nada para estar aquí”, piensa ella.
En la ausencia del Sargento Rivera, uno de los dos policías abre la celda y le pide que le acompañe hasta la mesa para tomar sus huellas dactilares. Aquí no son tan modernos como en el aeropuerto. Embadurnan todos sus dedos con un pringue negro y aceitoso y llevan su mano a una superficie transparente cerca del ordenador para que pueda ser escaneada. Los ordenadores son tan viejos que no pasan las huellas y tienen que repetir la operación tres veces más. Por fin puede limpiarse los dedos con un paño que le han entregado empapado en acetona. Cuando ella se afana en limpiarse la rendijita que hay entre los dedos y las uñas, regresa el Sargento Rivera. “Te he traído agua”. “Muchas gracias” se alegra ella. “Ahora te vamos a llevar al juzgado. Te tiene que ver el juez, protocolo. Va a ser todo muy rápido pues los viernes hay juez de turno las 24 horas. Te van a sacar fotos y te van a hacer un chequeo médico rutinario. Luego tendrás que esperar en otra celda hasta que te vea el juez. Ahí yo ya no podré estar contigo. No tienes que tener miedo. Puedes llevar tu libro. Yo me aseguraré de te lo dejen pasar. Cuando acabes tienes que volver aquí para recoger tus pertenencias. Ahora por favor, te tengo que poner las esposas para llevarte en el furgón hasta Center Street.” La muchacha de las trenzas se ha quedado sin palabras. Le empiezan a temblar las rodillas y a sudarle las manos y el cuello. Quiere preguntar algo, cualquier cosa para ganar tiempo, y mira suplicante a los ojos del Sargento Rivera. Él la mira cálidamente, y ella sumisa se da la vuelta y deja que el Sargento Rivera le coloque las esposas. La escolta hasta la puerta de la estación de policía. La que da a la arteria principal de la estación de metro de Union Square. Camina junto a ella. Allí se suman a un grupo de dos policías y cuatro hombres esposados que esperaban en fila india; un indigente, dos jóvenes con pinta de raperos, y en el último ni se fija. Su mirada clavada en el suelo mientras cruzan los 20 metros hasta la salida de la estación. Sus pies caminando al unísono con los del Sargento Rivera. La multitud de masa humana que habita el submundo del metro de NY el viernes por la noche se mezcla con ellos. “The apparition of these faces in the crowd; Petals on a wet, black bough.” Las palabras de Ezra Pound bailan en la mente de ella. Oye unos gritos que se dirigen hacia el grupo, levanta la mirada y aparecen las caras entre la multitud de un grupo de jóvenes que vienen de fiesta, y se han percatado del grupo de reos. “¡Ratas!, ¡Ratas! ¡Ratas!”, gritan entre risas y dedos que señalan. La chica de las trenzas baja la mirada, esta vez tragando saliva, vergüenza, lágrimas y humillación. Mucha.
Al llegar al furgón de policía introducen a todos los hombres en el compartimento celda de la parte posterior, y a ella le dejan sentarse delante con los policías. Con un infinito silencio apoya su cara húmeda en la ventanilla y su mirada se pierde en la noche de NY. “¿Estás bien?”, le pregunta amablemente el Sargento Rivera. Pero ella no hablará más. Sin contestar se concentra en las luces de la ciudad intentando no llorar. Se acuerda de Othello y se pregunta qué habrá pasado con él, probablemente todavía estén intentando pasar sus huellas dactilares por enésima vez. Seguro que China está a salvo, al fin y al cabo es heroína. Habrán encontrado su identificación en el bolsito rosa de Hello Kitty, de lo contrario habría sido su compañera de celda y juntas habrían urdido un plan para poder escapar. Piensa en sus hermanas y en su mejor amigo, el rubio alto, pero muy alto, con cara angulosa y varonil. Estarán preocupados por ella. “Cuando se lo cuente no se lo van a creer” piensa la chica de las trenzas aferrándose a su libro. “Si salgo pronto de esta, mañana iremos a ver Shakespeare”s Villains”.
FIN

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El novio de mi marido

Puri Nogales se había hecho la promesa a sí misma, de que acabaría gustándole el sexo antes de final de curso. Sus tres mejores amigas que tenían novio formal, no paraban de restregarle en la cara lo divertido y genial que es el sexo. Puri había tenido sexo sólo una vez, la Nochevieja pasada, en un descampado, con su novio de tres meses, y le pareció, incómodo, doloroso y poco excitante, y que el que disfrutaba de verdad con estos quehaceres era su novio, al que no volvió a ver después de aquella noche.

Puri no había tenido otro novio. Le echaba la culpa a su madre por haberle puesto semejante nombre: Purificación, Pureza, Pura. Estaba convencida de que lo había hecho a modo de vendetta personal o para expiar su culpa, ya que su padre les abandonó cuando Puri era un guisante en la barriga de su madre, y éste encontró a su mujer en el lecho matrimonial con su mejor amigo.
Nunca preguntó quién es su padre biológico, pero Puri tiene toda la cara salpicada de pecas, igual que aquel mejor amigo.

En su último año de Bachillerato, ha decidido que el remedio para lo que ella tiene es practicar mucho, follar a diestra y siniestra, y así, llegar a la Universidad con un conocimiento profundo y una apreciación del sexo más elevada.
A Puri se le dan muy bien las matemáticas, y la química, no tanto la física. Quiere entrar en la Universidad Politécnica para estudiar Industriales, que aunque no sabe exactamente lo que es ser ingeniero industrial, suena muy bien, y seguro que ganará mucho dinero cuando sea mayor.

Puri va con sus amigas a las discotecas los viernes, sesión de tarde y noche, los sábados, sesión de tarde y noche, y los domingos, sesión de tarde. Las amigas siempre acompañadas de sus novios. A veces se queda sola, y es entonces cuando conoce a sus víctimas. Para los parciales de enero, ya se ha acostado con un conductor de camiones, un periodista, un camarero de la discoteca que no le quitaba ojo desde la primera vez que la vio, un motorista, un profesor de inglés, un aduanero, un judoka, un seminarista extraviado y un actor medio famosillo.

Todavía no le ha cogido el punto a eso del sexo, pero lo que si le gusta, es salir y pasar el rato con sus nuevos mejores amigos, una troupe de actores, que conoció a través del actor medio famosillo, y que hacen teatro experimental en una casa ocupa del Cabañal, barrio de putas, drogadictos y travestis, que el ayuntamiento ha intentado aburguesar sin éxito.

Salvador, el director de la compañía, es gay, de hecho toda la compañía son gais, con lo cual Puri está más relajada, sin la presión de tener que acabar en la cama con alguno de ellos. Salvador acaba de llegar de unas vacaciones en Cuba, y está locamente enamorado de Ernesto, un mulato de piel cobriza y fulgentes muslos torneados por Vulcano.
Hoy en su tertulia, toman poleo, escuchan a la “Charanga Habanera”, hablan de Barba y Grotowski y fuman porros que Puri ha aprendido a liar como una profesional, pero que es incapaz de darles una calada ya que no sabe tragarse el humo.
Salvador muy dramático le confiesa a Puri en la incertidumbre en que se encuentra, y que no sabe qué hacer, si olvidarse del mulato para siempre o hacer lo mismo que ha hecho Toni Veroni.

-¿Qué ha hecho Toni Veroni?
-Su mejor amiga se ha casado con Eduardito, el novio de Toni, y ahora viven juntos.
– ¿Los tres?
-No hombre no… Ellos dos. Los cubanos sólo pueden salir de Cuba con un permiso de artista o si la familia los reclama. Y ahora Eduardito vive aquí, y da clases de salsa en La Floridita.
-ah…
-Ernesto es psicólogo…
– Ya.
– ¿Quieres casarte conmigo?

Se refería con Ernesto, claro. Puri ha aceptado. La boda se celebrará por papeles en Cuba, en un juzgado de La Habana con una foto de Puri como su única presencia. Toni Veroni será el apoderado y si todo marcha bien, ella verá a su marido gay para las próximas Navidades. Salvador es feliz. Puri no le ha mentado nada de esto a su madre.

Puri se ha convertido en una gran bailarina de salsa gracias a Eduardito, el novio de Toni Veroni. Va todos los jueves a “La Floridita”, hay clase gratis, y luego bebe mojitos y baila muy pegada a Eduardito canción tras canción. Como es más bajito que Puri, sus caderas le llegan a la mitad del muslo de ella. Un día bailando, de repente Puri notó algo duro y tieso entre las piernas de Eduardito cruzaron miradas y ese fue el comienzo de una apasionante aventura entre los dos. A Puri le encanta el sexo con él.

Eduardito le ha confesado a Toni Veroni, que no es gay, que lo fingió para poder salir de Cuba. Toni lo ha entendido y lo ha aceptado y como le tiene mucho cariño a Puri, no le importa que esté con ella, de hecho lo prefiere a que esté con otro hombre, ya que eso le pondría muy celoso.

Se acercan los finales de Junio, y Puri sospecha que le van a quedar dos asignaturas pendientes para septiembre y sus planes de ingeniería se van a posponer un año. Ella prefiere repetir curso y llegar al Selectivo con buena nota.
Este verano trabajará de camarera en la barra de la Floridita para poder controlar a Eduardito, ya que las mujeres se vuelven locas para bailar con él.

Puri se pregunta qué misterios traerá consigo Ernesto, su marido. Pero hoy eso no le preocupa. Tiene que apurarse con el maquillaje y acabar de vestirse para la fiesta de fin de curso, a la que acudirá con su amante cubano y con el novio de su marido.

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